Solo
era su apellido, y sólo deambulaba por allí, sin motivo aparente, errático y
solo en mitad de la noche. Y ésta fue su sola y tímida respuesta a las muchas
preguntas del policía: “Me llamo Iniesta Solo”...
¿De qué va esto? De sumarse al aluvión de críticas que ha provocado la última
andanada de la Real Academia de la Lengua, con el cambio de algunas reglas
ortográficas, la actualización de ciertos vocablos y la redefinición de unas
cuantas letras del alfabeto. Todo ello, aseguran, con la sana intención de
mejorar la comunicación en español y adaptarse a los nuevos tiempos.
La lengua es algo vivo y, como tal, debe crecer al son de las nuevas
necesidades de sus usuarios. No debemos ser reacios a este esfuerzo
modernizador, más aún cuando las sociedades están inmersas en una vorágine de
cambios constantes, cuando las nuevas (no tan nuevas ya) tecnologías están
imponiendo revolucionarios modelos de interrelación social. “Para sobrevivir –
dice García de la Concha con sus 75 años – una lengua debe ser usada por un
gran número de personas, tener un idioma unitario, y estar actualizada con la
tecnología”. Aunque nos pongamos en plan puristas y nos alarmen los cambios, no
debemos analizar con ligereza y frivolidad las decisiones de tan sesudos y
prestigiosos académicos. Todos los cambios han tenido sus detractores y la
evolución, a la postre, ha sido imparable.
Iraq será ahora Irak; Qatar, será Catar; la i latina será sólo i; la i griega,
ye, y se impone la be y la uve a las bes alta y baja. Son cambios
comprensibles, porque nadie hablaba de la doble be baja para referirse a la uve
doble, por ejemplo.
Pero junto a estas lógicas actualizaciones han refrendado otras, referidas a
clásicas normas gramaticales de acentuación, con la intención de simplificar la
escritura, que han generado la polémica. A partir de ya, se elimina la tilde de
los adverbios, única diferenciación gráfica de los respectivos adjetivos y, en
algunos casos, con una sustancial diferencia semántica. Éste, ése y aquél, y
sus diferentes formas; el significado del vocablo ‘sólo’ se distinguirá, si
acaso, por el contexto. O no. Elimina la tilde de guión, truhán, huí y fié,
considerándolos monosílabos, así como la tilde de ó entre números. A partir de
ahora no sabremos si hablamos de 607 o de 6 ó 7.
¿A qué puede obedecer semejante cambio y cuáles son sus consecuencias? ¿Van
realmente a mejorar nuestra comunicación escrita? Y lo que es más preocupante,
¿van a favorecer el aprendizaje correcto de nuestros escolares?
Últimamente son ya muchos los medios de comunicación escritos y las
traducciones de publicaciones extranjeras que han renunciado a la acentuación
gráfica de ‘sólo’, palabra de la que se abusa incansablemente. ¿Será porque los
correctores de Word de Microsoft no pueden detectar el error? Si eso fuera, la
Academia se habría quedado con poco brillo y con menos esplendor. ¿Será porque
la actualización es, simplemente, una mera subordinación a los intereses de las
compañías informáticas y de telefonía móvil para facilitar el marcaje de
mensajes? ¿O es que la RAE ha sucumbido, como tantas otras instituciones
sociales y políticas a la implacable globalización?
No se trata solamente, como algunos han manifestado, de rechazar estos cambios
y mantener la actual norma gramatical por razones estéticas. Se trata, sobre
todo, de rebelarse contra ese pseudolenguaje que prolifera entre los jóvenes y
que tanto daño está haciendo a su educación, refrendado ahora por sus eminencias
académicas. Y se trata, cómo no, de salir en defensa de la labor de tantos
docentes que se parten el espinazo intentando enseñar a escribir correctamente,
sin faltas de ortografía y de sintaxis, con claridad de ideas y con un rico
vocabulario. Ahora nuestros escolares leen y escriben, sobre todo, en soporte
informático. ¿Es el medio el que ha de determinar el modo o, por el contrario,
tenemos que insistir en su utilización correcta?
Parece que en esta lucha por la modernización, la RAE se ha inclinado por lo
fácil. ¿Por qué no ha metido la tijera en expresiones que nos llevan a la Edad
Media eliminando, por ejemplo, términos racistas, como “judiada”, o expresiones
sexistas que nos sumergen en lo más profundo de nuestro acerbo cultural? ¿Hasta
cuándo hemos de convivir con expresiones como “eres un zorro” (por astuto) y
“menuda zorra” (por prostituta)? Por no hablar del masculino genérico, que ha
dejado postrada a la mitad de la población.
No sabemos cuál habrá sido la postura sobre estas cuestiones del insigne
académico que calienta el sillón T, el multifacético, postmoderno y buen
escritor Pérez Reverte; él, que tan iracundo se ha mostrado con los políticos
responsables de la educación de los últimos treinta años, incluidos Maravall y
Solana, de los que dice “deberían ser ahorcados tras un juicio de Nuremberg
cultural”. Él, que pone a todos en el mismo saco, sin distinguir churras de
merinas ni saber de la misa la media en materia educativa, llamándoles
analfabetos y demagogos entre otras lindezas. ¿Hemos de esperar que,
consecuentemente, se desmarque públicamente de esta sinrazón o, por el
contrario, habrá que pensar que, por moderno y solidario, haya sido uno de sus
más fervientes impulsores?
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