Hablar todas las lenguas,
para todas las gentes,
para todos los momentos,
todas las vidas
y todas las muertes.
Para soñar, para reír, para
desvanecerse y resurgir,
para escapar, para sufrir,
para tocar las nubes,
beber la lluvia, oler la
tierra y acariciar la niebla.
La lengua de las palabras
viejas, de la madre,
del último recuerdo: lengua de
harapos, del humo y la ceniza;
la lengua de las palabras
nuevas, de la sombra fresca,
del mistral, de nardos y de
lilas;
lengua de la luz apagada, de
susurros y siseos,
del amor, del temor,
tragedias y desdichas;
lengua de ámbar y charol, de
palabras elegantes,
brillantes, distantes y
traslúcidas;
lengua de cuchillo y hielo,
de palabras afiladas,
de la arena ardiente, de la
pólvora amarga;
la lengua de los mil colores,
de laberintos,
caleidoscopios, mariposas y
fragancias;
lengua de tierra adentro, del
agua estancada,
de palabras rotas, del
abandono y la soledad, de la ocasión perdida;
lengua del mar azul, de la
espuma y el viento,
de palabras no dichas, olvidadas,
repetidas.
Lengua del tú y yo en la
noche tibia.
Y todos los silencios: el de
los harapos,
el del humo y la ceniza…(De El último invierno, 2012)