miércoles, 23 de marzo de 2016

sin levantar la mirada

los pasos de la tarde esperan
que el sol se tome su tiempo
                                   para esconderse

caracoles blancos marcan el camino
inmóviles          sucios          vacíos
mientras un lagarto los mira absorto
creyendo ver en ellos las últimas noticas
                                   del telediario

todo a ras de tierra
            lagarto          caracol            y pasos

esta primavera la caminamos
sin pestañear
sin levantar ni un ápice la mirada
contemplando el banquete de la miseria ajena




lunes, 21 de marzo de 2016

DE REGALOS, PREMIOS Y ENCOMIENDAS

Dice el saber popular que el regalo retrata, sobre todo, a quien lo otorga, para bien y para mal. Al regalado, como aquel, tanto le da, porque no hay que parar en dientes, aunque bien es cierto que hay algunos que, al aceptarlo, se convierten ipso facto en el negativo del regalador, pues ambos, el que da y el que toma, son clichés de la misma imagen.
Como enfatizar en la faz ecuánime, prestigiadora, merecida y reconocida de tales otorgamientos es algo que se me antoja ocioso, voy a cargar tintas en la cara opuesta, la que nos llena de estupor, indignación y hasta sonrojo cuando se conceden algunos. Y vienen con relativa frecuencia, a veces con mayor afluencia que los otros.
Los que nos movemos en territorios del quehacer literario, aunque sea con minúsculas, tanto en poesía como en narrativa, sabemos cómo pululan los premios, las flores, las menciones, medallas y diplomas… A qué variopintas pautas se ajustan los galardones, qué intereses económicos, mutualistas o de compromiso esconden. Solo cuando sabemos del premiado, de la premiada, hacemos cuentas y volvemos a reafirmarnos en nuestra intuición: «¿No te lo dije? Quid pro quo». Jurados y premiados se intercambian papeles y todo queda en casa. O: «Ya lo sabíamos: nadie fuera del redil». El premio para mayor gloria del pastoreo.
Estas circunstancias, podría pensarse, son propias de ámbitos territoriales menores, donde el efecto entrópico, centrípeto, es tal que impide actuaciones de mayor dignidad. Pues no; es un mal que, como el del Almansa, a tots alcança. Podríamos citar premios y certámenes de mucho calado, nacionales, suculentos, que funcionan de esta guisa. No es momento para citarlos, pero haberlos, créanme, haylos, y no pocos.
Pero lo que mueve este artículo queda fuera del mundo literario, aunque mucho tiene de cuento, de tragicomedia o de esperpento. Es a propósito de un galardón otorgado recientemente por este Gobierno en funciones, ordenado por el Ministro de Educación en funciones, quizá teatrales o circenses. Nada menos que el otorgamiento de la Encomienda de la Orden de Alfonso X el Sabio a un preclaro personaje bien conocido en estas tierras, no sé si en Madrid, aunque es seguro que hasta allí han llegado las recomiendas: don Francisco Baila. Pocos deben quedar en el mundo de la educación que no sepan de sus andanzas, por sus actuaciones estelares al frente de la Dirección Territorial, de su paso como cargo directivo en Valencia o como presidente del Consell Escolar Valencià.
La Orden de Alfonso X el Sabio, ahí es nada, orden civil franquista instaurada recién acabada la Guerra Civil en abril del 39 (un buen momento con los fusiles calentitos) y que ha pervivido con la finalidad de premiar a aquellas personas o entidades que «se hayan distinguido en grado extraordinario por los méritos contraídos en los campos de la educación, la ciencia, la cultura, la docencia y la investigación o que hayan prestado servicios destacados en cualquiera de ellos». En el grado de encomienda, que en el ranking de sus categorías no es la mayor, pero tampoco la última; o sea, intermedia. Junto a otras ocho personas, por orden, obra y gracia 271/2016, de 16 de febrero.
A don Francisco Baila, Paco en plan coloquial. Qué decir de él que no se sepa: como profesor en el antiguo CUC, manifiestamente mejorable. Como director territorial, brazo armado del fabrismo, cuando se escolarizaba por la puerta trasera según los compromisos, cuando las oposiciones de futuros inspectores eran un bochornoso espectáculo, cuando los méritos se supeditaban a las afinidades… Son sonadas algunas de sus apariciones en claustros y cómo trataba a determinados profesionales. Eran tiempos en que Camps era Conseller de Educación y Fabra indiscutido Presidente de la Diputación, del PP y de todo lo que se le viniera por delante.
Cuando su estancia en la provincia se hizo insostenible por denuncias que saltaron a los terrenos de la judicatura lo auparon a los servicios centrales: premio al batallador incansable de las más puras esencias populares. Y cuando hubo cumplido su encargo desordenando el sistema en la Dirección General de Ordenación y Centros Docentes, fue nombrado Presidente del Consell Escolar. Eran tiempos en los que Font de Mora fue Conseller de Educación, primero, y President de les Corts, después. Por cierto, otro señor que, además de sus presuntas responsabilidades flagrantes y gravísimas por no haber sido suficientemente vigilante del patrimonio de la Generalitat en los desmanes multimillonarios de Ciegsa, también fue ingresado en la misma Orden de Alfonso X el Sabio, en el año 2012, a este con mayor categoría: la Gran Cruz.
A ambos les entregó los galardones el mismísimo Rajoy. ¿Quién retrata a quién? ¿los galardonados o los otorgadores?

domingo, 6 de marzo de 2016

AVARICIA, CODICIA, GULA

A veces me pica la curiosidad y me gusta indagar sobre lo que puede esconderse en el alma desalmada de esos personajes que llenan las pantallas de los telediarios, juicio va, detención viene, registro, imputación (ahora investigación), declaración, libertad desconfiada con fianza…, que desde altos puestos y cargos de responsabilidad institucional se han dedicado con fruición a amasar fortunas con el dinero de otros, a gastar lo indescriptible, a vaciar arcas públicas, a cumular propiedades que difícilmente podrán disfrutar… Qué instintos mueven sus conciencias, con qué resortes psicológicos actúan. Me he preguntado si por detrás de cada individuo, con sus antecedentes, sus circunstancias personales, su trayectoria vital, eso que nos hace ser como somos, puede haber algún patrón, algunos rasgos comunes que permitan delimitar cuánto tienen de compulsión, narcisismo, histrionismo o paranoia, para objetivar y comprender mejor esta tipología de la personalidad y evitar la visceral repugnancia que vicie el argumentario.
Es una pregunta que salta con frecuencia en conversaciones con amigos, por aquello de contrastar opiniones. Y en ellas surgen, consensuados, sus cuatro rasgos definitorios y definitivos: uno, la amoralidad, la indecencia, o sea, la falta absoluta de una educación ética que ponga los valores en su sitio, que los jerarquice y que excluya los nocivos; otro, la pulsión erótica que ejerce el poder, lo que actúa en el hipotálamo del poderoso que, por el hecho de serlo, se cree ungido por una gracia especial que le hacer estar por encima del resto de los mortales, de sus normas, de sus leyes, las cuales solo están para utilizarlas en el propio beneficio. Un tercer rasgo, ligado al anterior, sería la dependencia que se crea en él, pues, actuando como droga nociva, genera en el organismo sustancias, impulsos y mecanismos que no pueden dejar de producirse, autónomos. Y, por último, un instinto tan viejo, generalizado y bíblico como la avaricia, el deseo desorbitado de acumular, de poseer –la philarguria de Casiano−, la codicia. La gula, como ansia de poseer ingiriendo, no es más que una variedad de avaricia. La gula, cómo no. ¿Gastar en comidas (y bebidas) millonarias, o comer pantagruélicamente como si fuera la última comida, la última cena? Quizá lo primero es más propio de los Rato y compañía. Lo segundo se da más en la clase llana, que tampoco se libra de estos modales incívicos. Glotonear, acaparar, comer hasta reventar, va de suyo si es gratis.
Sí, es un problema nacional, no sé si universal. Lo he comprobado hace bien poco en nuestro último viaje del Imserso, a Matalascañas, ciudad fantasma en invierno, dicho sea de paso. En el clásico autoservicio en el restaurante del hotel, un cuatro estrellas, todos, me incluyo, comemos bastante más de lo necesario, solo por el hecho de tenerlo pagado (a precio de risa). Es lo común. No lo es, y esto sí viene al caso, cuando vemos a una señora –jubilada, sesentona, regordeta, de mirada aviesa y movimientos de lince− sentada frente a su marido –mirada gacha, ¿avergonzada?−, engullir en menos de diez minutos cinco platos colmados y variados (ensaladas, arroces, pollo, guisado, pescado, patatas…) y jalarse ella solita una botella de vino tinto. Todo ello con los correspondientes paseos de ida y vuelta entre las mesas a las bandejas del self-service. También tuvo sitio para postres: un cuenco a rebosar de natillas, dos plátanos y un yogur. Y al bolso, por si acaso luego le entrara el hambre, se metió disimuladamente dos yogures más y otro plátano.
Dicen que la avaricia rompe el saco; no lo creo, que ahora los hacen elásticos y muy resistentes. Pero seguro que magulla el estómago.