viernes, 21 de abril de 2017

Por la boca muere el pez

—Los de televisión española…
—¿La uno?
—Sí, mira… —En la tele están los gemelos trajinando, removiendo fritanga y cortando lonchas. El ruido ambiente no deja oír lo que explican.
—¿Qué?
—Que hacen una programación perfecta.
—¿A qué te refieres?
—Pues que a los otros canales lo único que les interesa es copiarse, contraprogramarse; pero los de la uno, la del gobierno, lo tienen todo muy bien calculado —acompaña las frases tenedor en mano, como una batuta—. Fíjate: cuando la gente está preparando la comida, lavado la lechuga... meten un programa de cocina.
—La gente, no. Dirás las mujeres.
—Bueno, eso. Pues ahí están los gemelos y claro, eso, si tienes la tele puesta, pues ayuda. Los dos tomates y la lechuga te parecen un plato de cinco estrellas michelín —Pincha medio espárrago de la ensalada que tienen al centro de la mesa, circular, recoleta, en n extremo de restaurante atiborrado, como siempre.
—Cuando se ponen a comer, el regional, o sea, cuatro chorradas de las fiestas de los pueblos y si va a llover hoy. Así entran mejor los macarrones —La mujer le sigue el rollo mientras va ensartando las patatas fritas que acompañan tres chuletas a la brasa. No sabe a dónde quiere ir a parar.
—Terminada la comida, el café y un poco de sobremesa. El programa, el del corazón, el Hola televisado, los chismes del famoseo. Para empezar bien la digestión, dulcecita —Ya se ha zampado, mientras avanza su discurso, dos trozos de conejo guisado con caracoles. Los de la mesa de a lado, un matrimonio de parecida edad, uno frente al otro, están pidiendo los postres.
—Y luego, cuando quien más quien menos están resoplando en la siesta, las noticias del telediario. ¡Ah!, pero primero las internacionales, qué mal está el mundo, y cuántas calamidades. Después, cuando la gente ya no se entera de nada, las nacionales: el caso tal, el caso cual, la corrupción… ¡La vida es bella, y aquí no pasa nada! Lo que no se ve en la tele, no existe.
—Me parece —concluye la mujer, después del sermón del marido— que es un enfoque bastante tendencioso.
Siguen comiendo, cada uno a lo suyo, intentando aislarse del parloteo general. Alzan la vista del plato. Con cierta discreción, observan a la mujer de la mesa de al lado. Pelo corto teñido de rojo, cara bastante arrugada, gesto resuelto. Se adivina una mujer de ordeno y mando, por su actitud. Acaba de sonar la musiquilla del móvil que tiene el marido encima de la mesa y lo ha cogido con decisión, sin dar tiempo a que el hombre ni siquiera alargara la mano. Entre el barullo ambiente (unas veinte personas comiendo distribuidas en siete mesas, un local de veinticinco metros cuadrados más o menos, y dos niños chillones) oyen a la mujer de pelo rojo, teléfono a la oreja: «¿Quién es?», pausa. «Sí, Juan es mi marido, sí», pausa. «¿Que quiere qué?», pausa. Ahora es más difícil escuchar, una camarera toma nota en otra mesa cercana, y se hace oír. «No, no se puede poner. Está conduciendo». El marido le hace gestos para que le pase el móvil, la mujer se niega, el hombre desiste. «¡Que le digo que no puede, que está conduciendo!», el cabreo va en aumento.
El hombre de la disertación televisiva mira con sorna a su mujer. Qué morro, quiere decirle. Y se lo va a creer, si por el teléfono hasta va a escuchar a la camarera. O al vozarrón de los clientes: «¡Para mí, cuajada!».
«¿Por qué no llama más tarde? Ya le repito que está conduciendo», mira al marido, ahora risueña, le hace gracia su mentira, y él vuelve a insistir. Por fin, se levanta lo suficiente para arrebatarle el móvil.
«Dígame. ¿Qué quiere?», pausa. «Sí, soy Juan Corbacho», pausa, ahora más larga. El hombre pone cara de extrañeza, cubre con la mano el móvil y le dice a su mujer, la del pelo rojo, que le han dicho que por su seguridad van a grabar la conversación. «Sí, dígame… Pues claro, ya se lo ha dicho mi mujer, estoy conduciendo», pausa, también larga, mientras el hombre se queda sorprendido primero, paralizado después. Cierra los ojos, los abre, mira a su mujer, que aguarda, hurgándose con un mondadientes.
Los que observan la escena con disimulo también esperan saber en qué queda la trapisonda, expectantes al ver la cara de Buster Keaton que luce el vecino cuando deja por fin el aparato en la mesa.
—Me han dicho que era la policía de tráfico. Que han grabado la conversación y que me van a multar por utilizar el móvil mientras conduzco, que forma parte de la campaña que han puesto en marcha. Pueden multar si los ven desde el aire con el helicóptero o así, por teléfono. Que va a ser gorda porque además hay tráfico intenso y me van a quitar puntos.
La mujer del pelo rojo, sin parpadear, se acaba de pinchar con el mondadientes y un hilillo de sangre se le escurre por la comisura del labio inferior.

martes, 18 de abril de 2017

Nadie

No hay nadie tras esta puerta cerrada
                        —¿nadie?, nunca hay nadie—
nadie tras la pared de esta cáscara cárcel
donde envuelvo mis viejas heridas
con tristes celofanes descoloridos.
                                                          
Aquí, sin prisa, sigo vomitando secretos plastificados
embadurnados con cenizas de perdón.

Acerco, intento vano repetido
                                   la mano
                                   la boca
                                   el ojo
al límite de la impureza consentida.
Creo ver la sombra de la certeza
dibujada en cada grieta,
imagino el hálito de un atisbo de ternura
en el hueco trono de una araña defenestrada
e invoco, torpe, sediento de espasmos
salmos que solo yo escucho
recetas mágicas para escapar
                                   creerme vivo
                                   mansear el cielo.