Si alguien venido de un feliz mundo huxleyano, desconocedor de lo que
sucede en estos lares, de la maltrecha situación política, económica y social
─arrasada por una galopante corrupción que como maligna lacra se ha instalado
en la clase detentadora del poder─, no tendría más que husmear el lenguaje con
que se expresan los dueños de la voz y la palabra para disponer de un retrato,
si no exhaustivo, sí lo suficientemente ilustrador de las características y
alcance de la enfermedad que padecemos. Y es que, como apunta Michel Foucault, las
relaciones de poder están unidas indisolublemente, no pueden disociarse, ni
establecerse, ni funcionar sin una producción, una acumulación, una
circulación, un funcionamiento del lenguaje que utilizan, de los discursos. Es
más, cuando la situación social y política se enrarece, el discurso juega un
papel tan activo que aparece como síntoma de la enfermedad. George Orwell va
más lejos: “La mayoría de las corrupciones sociales comienzan con la de la
lengua”, dice.
Es cierto. El día a día nos ofrece abundantes muestras que la perversa y
corrupta utilización del lenguaje, y en esto la derecha (política, mediática, económica)
es especialmente prolija y puntillosa. Hay que ver cómo rehúye de ciertas
palabras que se le antojan malditas y, a su vez, con qué mimo elige las que considera
adecuadas para sus intenciones. Cómo retuerce el lenguaje, con complicados
ejercicios e insólitas piruetas lingüísticas, para decir sin decir, para
falsear lo obvio, para argumentar el disparate.
La derecha, sí, pero sin exclusividades. Y si no que se lo pregunten a
Zapatero, con aquel empecinamiento a silenciar la innombrable ‘crisis’.
No nos referimos a los exabruptos que con el micrófono cerrado o
abierto sueltan de cuando en cuando: el “será hijoputa” de Aguirre a Gallardón
(supuestamente); el otro similar de don Carlos a Colomer; la lapidaria
sentencia de Cotino: “Si fuera su padre, sentiría vergüenza de tener una hija
como usted, pero como posiblemente no le conoce…”; los alucinantes
despropósitos de Montoro cuando vinculaba el aumento del paro a las bodas gays,
o las mil y una procacidades verbales en facebooks y twitters, donde se
difuminan los límites de la prudencia. Sería ésta la vertiente agresiva de la
corrupción lingüística, cuya finalidad, en última instancia, es tergiversar,
ocultar la realidad.
Apuntamos al lenguaje ‘oficial’, el que verbaliza una determinada
estrategia de comunicación. Lo podemos comprobar, sobre todo, en los temas que
consideran ‘calientes’, los que afectan a lo más sagrado de sus principios
programáticos. No hablan, por poner un ejemplo, de ‘privatización’ de lo
público. ‘Privatización’ es una palabra vetada, sustituida hábilmente por otra
perfectamente aséptica: ‘externalización’. Aquí no se privatiza; se
externaliza.
El terrible galimatías en el que se metió Cospedal para no explicar lo
que no quería explicar ha sido paradigmático, y muestra a las claras el respeto
que a la derecha le impone el lenguaje, tanto que lo espachurra. Los asuntos de
corrupción, los de la financiación ilegal del partido, los efectos y causas de
la crisis, la modificación de leyes que recortan derechos (de la mujer,
educativos, sanitarios, laborales…) son los campos donde se aplican con más
ardor y cuidado, siempre que no les pueda la visceralidad a lo Andrea Fabra.
Así, Gallardón habla de violencia de género ‘estructural’ contra la
mujer embarazada; Wert califica el tema de la asignatura de Religión como
‘adjetivo y accesorio’ mientras azuza la controversia ‘españolización’ versus
‘catalanización’ como si fueran categorías antagónicas; la patronal utiliza
siempre el eufemismo de la ‘flexibilidad’ para pedir más abaratamiento de los
despidos…
No vamos a aplicar aquí a pies juntillas el pensamiento de Lázaro
Carreter ─”aseguraría que la mayor parte de los corruptos cometen faltas de
ortografía”─, pero sí abundar en la capacidad del lenguaje para definir a las
personas. El retrato perfecto lo dio Pérez Macián en un artículo de opinión
aparecido en un diario digital. Aún debería estar pidiendo perdón por insultar
a los del 15-M llamándoles “híbridos de hiena y rata”, entre otras lindezas. Una
simple palabra, en ocasiones, es suficiente para darnos un perfil tan preciso
como la más extensa de las biografías: “…Lo mejor es que ‘haiga’…”, se le
escapó a una joven concejala del PP en la última reunión del consejo escolar al
que asiste en su condición de representante del consistorio. Pintoresca versión
del subjuntivo que ilustra el ínfimo bagaje cultural del que la usa y su
fracasada educación, aunque ostente títulos universitarios.
Hablando de educación, otro joven del PP, el actual Presidente local de
Nuevas Generaciones, Gonzalo Bautista, en un reciente artículo de opinión alabando
la LOMCE pone en boca de Moliner la siguiente declaración: “No nos odian por lo
que hacemos, sino por quien somos”. La discordancia de número entre el relativo
y el verbo es significativa, pero lo es más la utilización por un joven que
dice creer en un futuro de libertad del vocablo ‘odio’: rezuma odio quien se
siente odiado. Y, para acabar de redondear la frase, aparece ese ‘somos’, que
remite a esencias y vínculos gregarios: me odian porque soy ‘popular’, viene a
decir. Deprimente.