sábado, 19 de octubre de 2013

CON-CITA-DOS



A aquellos impacientes que nada más comenzada la lectura de una historia, de un relato, despliegan sus antenas para descubrir anticipadamente su final, si muere, si vive, si mata, si ama o repudia el protagonista, sin importarles un bledo el desarrollo de la trama ni los vericuetos emocionales por los que transita, les diré, para que se sosieguen, que este relato no tiene final o, mejor, que comienza por el final. Así que, si es de esos, en este punto puede abandonarlo si quiere. Lo pasé muy mal como para volver a recordar paso a paso toda la historia.
Para los que siguen: ¿Recuerdan al impasible joven de piernas largas y piercings anillados, uno en la nariz y otro en el labio, que se me arrimó al semáforo aquella desdichada tarde de mi cita literaria? ¿Y al cuello de pato con ruedas que me sacaba de quicio? Supongo que no se han olvidado de los dos enamorados, muñecos de cartón-piedra con una mala leche que ni te digo. Bien; pues saben los que leyeron aquel relato que eran personajes de ficción, huidos de la novela de un amigo mío. El motivo fue ─y esto es lo que se verá al final, pero lo digo ya, de entrada, para que no se creen falsas expectativas ni torcidas elucubraciones─ que este amigo, Raimundo Torres de nombre, el creador y ‘padre’ de estos personajes, los trató con un desafecto impropios de un progenitor, aunque sea de tipo putativo o algo así, el que solo moja la pluma en el tintero de la musa. Qué inmisericorde insidia, cuánta maldad puede depositarse en unas sufridas e indefensas criaturas para que se rebelen contra el padre y, conjuradas, decidan abandonar ‘su’ historia, su razón de ser, y aventurarse en un mundo ajeno, o no tanto, si ya lo vivieron en alguna otra historia.
¿Cómo llegué a saber todo esto? Porque el mismo Raimundo me lo confesó esa infausta tarde, noche ya, pues entre unas cosas y otras el tiempo se me pasó en un suspiro. Me encontró en unos jardines llenos de cagadas de perros, acurrucado a los pies de la estatua de un generalote, uno del diecinueve, no sé quién, de mirada furibunda y bigotes de palmo, lujuriosamente erectos, acusándome de ser mayor, de estar pasado de moda y de tener la vejiga maltrecha. Se topó conmigo, digo, desconcertado, avergonzado y humillado, yo, intentando disimular la larga y húmeda mancha oscura que me bajaba por los camales. Él no me buscaba a mí, pero me encontró y, no sé cómo ni porqué, intuyó de inmediato que mi presencia y mi estampa estaban relacionados con la insólita escapada de sus personajes.
¿Crees que tu encuentro con estos cuatro fue casual? Pues te equivocas: fueron a ti intencionadamente. ¡Qué incauto! Te reconocieron al instante. ¡Bueno es Matías Bufa ‘el Marrano’! Esos retortijones del cuello son para disimular, pero es más listo que el hambre. Saben que eres mi amigo y te abordaron como lo hacen en la novela, como quien no quiere la cosa, pero estoy seguro que querían que les ayudaras en su huida, que les buscaras cobijo… ¡qué sé yo! Pero, claro, no has leído la novela y no los reconociste…
Yo no podía articular palabra y él seguía con su parloteo nervioso: …Y Charlie Mac Pito, ‘el Patillas’, que va por ahí flotando, no sabes lo que puede llegar a hacer: suerte tuviste de salir vivo…
Pero… ¿qué ha pasado en la librería?, ¿cómo han podido…?, le pregunté, y aparté por un momento las manos dejando al descubierto la prueba palpable de mi incontrolada micción.
¿Qué te han hecho?, me preguntó a su vez. Son unos desalmados, unos monstruos.
No exageres, Raimundo, contesté más calmado. No me han hecho nada, o quizás sí, pero no me he enterado. Esto es porque tengo el pito flojo. Ni siquiera estoy seguro de que no haya sido todo una alucinación. Sea lo que fuere, me han apañado la tarde, a mí, entre todos los que acudíamos a tu presentación. Estoy hecho un lío. ¿Qué ha pasado?, insistí.
Raimundo se sentó a mi lado, y quedamos guarecidos por la sombra del militar, que se alargaba hasta mitad de la plaza. Se puso muy serio, y mirándose los pies, con voz entrecortada, me contó lo sucedido o, mejor, su versión de lo sucedido: que fue de repente, que estaba con Lola, la poeta y que abrió uno de los libros para firmárselo y vio que todas las hojas estaban en blanco, las de ése y las de los que tenía a mano; que se quedó en blanco, como las páginas, y que, pasado ese mal trago primero al no poder presentar su novela, pues no había novela, al no poder siquiera dar una razón convincente ─qué les iba a decir, si ni siquiera estaba seguro de lo que estaba sucediendo─ se inventó excusas sin cuento (la edición no había salido como esperaba, los libros estaban llenos de erratas…: mentiras); que les dejó con la palabra en la boca y, sin darles tiempo a reaccionar salió de la librería; que aún oyó cómo le gritaban mientras se alejaba en la noche en busca de sus hijos pródigos; que había estado dando tumbos hasta que dio conmigo… Y eso era todo. Bueno, y que yo tenía que ayudarle a encontrarlos.
No sé cómo, Raimundo, le dije con voz compungida, y sincera, de verdad, porque ¿qué narices podía hacer? Y le tuve que explicar que de la misma forma que los vi aparecer, sin darme cuenta apenas, se desvanecieron como sombras, qué digo, como espíritus.
Raimundo me miraba ya como el generalote, porque no le decía lo que quería escuchar, y yo ya me estaba cansando de este enredo. Maldita la hora que acepté la invitación. Y me advertía con el índice erguido, como los bigotes.
Me quedé callado y Raimundo, por fin, se levantó, dio media vuelta y prosiguió su búsqueda, primero por aquella placeta con jardines; después calle adelante, mirando por los rincones, destapando contenedores de basura, husmeando las rendijas de los buzones, mirando a través de los ojos de las cerraduras… Yo, más tranquilo, me puse también de pie, me sacudí los pantalones aún húmedos y eché una última mirada a la cara mostrenca del panzudo general. Había decidido largarme, olvidar lo sucedido y no acudir jamás a presentaciones que solo servían, en el mejor de los casos, para comprar un libro a cambio de un canapé. Y para que constase, a modo de recibo, te lo tenías que llevar firmado. Di unos primeros pasos vacilantes y aún escuché un ligero murmullo. Me volví por un instante, pero no quise ver. Salí disparado, todo lo deprisa que pude.
***
(¡Eh, tú, pringao! A ver si te enteras…Tu amiguito del alma, tu querido Raimundo, te ha engañado como a un chino. Y tú, aunque te empeñes, no puedes acabar esta historia así, dejando a la gente más confundida de lo que estaba al principio. A ver, te cuento, y presta atención porque no estoy acostumbrado a repetir las cosas. Salimos pitando de la librería, lo mismo que hizo el jodido Raimundo, pero él lo hizo después, es tardo de reflejos, porque el panorama se puso muy chungo… ¡Y no me mires como si fuera una aparición! Estamos todos aquí escondidos detrás de este tripón con medallas. ¿Que por qué me columpio en sus bigotes? Porque me sale de ahí. Pero a lo que iba. ¡Eh, no huyas, que no he terminado! ¿Qué habrías hecho tú si hubieras descubierto que entre el público asistente, en la penúltima fila, allí, modosito, medio oculto tras las tetas de una rubia despampanante, estaba, como si tal cosa, Tadeo ‘el Quinqui’, que había muerto bien matado de tres tiros que le metí en la página ochenta y cuatro? El tipo aún tuvo arrestos para llegar a la ochenta y cinco y decir, en un suspiro, arrastrando las eses, que aquella no era su última palabra, que revolvería cielo y tierra hasta encontrarnos y que su venganza sería terrible… Melodramático, sí, pero que no te pille. ¡¿Me has oído?! ¡Pringao, más que pringao!)