jueves, 19 de septiembre de 2013

LA CITA




Había acudido a la cita con demasiada antelación. Se trataba de la presentación de la última novela de un amigo en una pequeña pero afamada librería de la capital. Aún tenía dos horas por delante para pasear por esta zona que para mí, después de tantos años, aunque la había transitado con cierta frecuencia, ahora me resultaba bastante desconocida, con muchos comercios nuevos, de todo a cien, e infinidad de bares. La tarde de este principio de otoño, aún veraniega, era apacible, soplaba una ligera brisa que refrescaba el ambiente. Había mucha gente por la calle, sobre todo ocupando las mesas de los bares en esquinas de las aceras y en improvisadas terrazas. Risas, conversaciones en voz alta, alrededor de jarras de cerveza y platillos de fritos variados. Las jóvenes aún lucían sus largas piernas con sus mini pantalones del verano, y se las veía orgullosas de sí mismas y confiadas. Me sentía un espectador privilegiado y me disponía a disfrutar del espectáculo urbano. Anduve avenida adelante, sin rumbo fijo, pues tenía localizada la librería y cuando lo creyera oportuno no tendría dificultades para acudir a mi cita literaria. El tráfico se intensificaba por momentos, debido, según deduje tras consultar el reloj, a que era la hora de salida del trabajo. Las siete. Metí las manos de nuevo en los bolsillos del pantalón dispuesto a continuar el paseo y, como si de un autómata se tratase, mi subconsciente jugó su papel: todos los días, a eso de las siete, cuando estaba en casa, era lo habitual, iba a la cocina, bebía un vaso de agua fresca del frigo y acto seguido vaciaba mi vejiga en el váter, lo que me llevaba algún tiempo más de lo conveniente, pues tenía que espolsar mi grifo urinario una y otra vez. La edad no perdona. Pues eso fue: me entraron ganas de orinar. La próstata me funciona bastante bien, así que, pensé, buscaría un bar con buena pinta y utilizaría sus servicios. A cambio me tomaría una cerveza, la misma rutina doméstica en otro espacio. Pronto lo encontré, moderno, concurrido, con mesitas fuera y apariencia limpia. Pero algo me puso sobre aviso. Recordé que no me quedaban billetes en la cartera y, si tenía algo, sería algún euro suelto en el monedero. Lo comprobé: cuatro monedillas de céntimo y una de dos. Nada. No podía entrar en el bar sin dinero, y eso de utilizar sus servicios y no hacer gasto no va conmigo. Así que desistí, de momento. Tenía que encontrar un banco de Sabadell y sacar dinero con la tarjeta, es en el que no me cobran comisión. Eché a andar, ahora con el objetivo de encontrar el cajero. La sensación urinaria estaba controlada, pero persistía. Crucé una calle, dos, tres, cuatro incluso. Pasé por la puerta de varios bancos, pero el mío se resistía. Por fin, a lo lejos, avenida adelante, divisé su logo azul, con su ‘S’ en blanco. Bien, todo perfecto. Me encaminé hacia allí. Justo enfrente tenía un semáforo para cruzar la ancha avenida, cada vez más concurrida por el intenso tráfico. Llegué al semáforo cuando se acababa de poner rojo, lástima. Algunos coches ya habían arrancado y los de detrás parecían empujarles, todos con prisa. Intimidaban, y me hicieron recular un paso sobre la acera. Acomodé la vista a la distancia media, para eso llevo progresivas, y me fijé, sin darme cuenta apenas, distraídamente, que dos jóvenes, un chico y una chica, ya estaban allí cuando llegué hacía un momento. No habían cruzado el semáforo por alguna razón. Sin querer, me detuve mirándolos más de lo usual, vi sus rostros, serios, y sus miradas, a un escaso palmo de distancia, penetrantes, rígidas, inquisitivas. No pestañeaban, como si estuvieran adivinando, en una suerte de electromagnetismo o telepatía recíproca, sus pensamientos. Miré hacia otro lado, para disimular, pero podía percatarme que continuaban insistentes en esa posición, no exenta de cierta violencia, aunque fuera solo visual. Él arrastraba un pequeño trolley y ella mantenía junto a su pecho, con las manos crispadas, una carpeta azul. No pasaban de los veinte años, parecían estudiantes universitarios. Aún la curiosidad me incitó a volver la vista hacia ellos, pero por solo un instante. Sentía que si me detenía un poco más me absorberían en su mudo diálogo. El tráfico continuaba frenético, el semáforo en rojo, y yo con mi vejiga reclamando desahogo. Algo me tocó por detrás, a la altura del gemelo de mi pierna derecha, solo un ligero roce. Era un hombre en una silla de ruedas que se había arrimado sin apercibirme. Un hombre, un anciano, diría, de cara enjuta y sin afeitar, con pobladas cejas negras y el pelo ya blanco, revuelto y grasiento, que le rebosaba por bajo de una gorra con visera, adornada con las franjas de la bandera española. Un movimiento espasmódico de su largo cuello, sobresaliendo de una camisa que fue blanca, ahora ajada y sucia, hacía que levantara su cara hacía mí, una y otra vez, mientras ensayaba una mueca con su boca torcida a modo de saludo. Echaba, en continuo movimiento, la cabeza hacia atrás para superar la visera y parecía que se le iba a quebrar el cuello. Dejé un instante de mirarle, pero él seguía, irrefrenable, alzando la cara como un pato asustado. Volví a mirar a los jóvenes impasibles, y clavé los ojos en el suelo. Me sentía rodeado, limitado en mis movimientos y en mi voluntad. Y el semáforo seguía en rojo. El hombrecito luminoso también me miraba, es un decir, que me ordenaba incluso, “espera, espera…”. Esperé. Se arrimó al poco otro sujeto, y se quedó plantado tras la joven hierática. Éste también era joven, aunque de mayor edad, y más alto. Llevaba puestos unos auriculares. Su actitud abstraída la denotaba su mirada vacía, mirando sin ver, ensimismado en lo que salía de su mp3 por los hilillos que le subían a las orejas. En su cara destacaban dos piercings anillados, uno en el tabique nasal, horizontal, y otro dos centímetros más abajo, vertical, atravesando el labio superior. El minusválido hizo lo propio con el nuevo y sus exagerados movimientos de cuello y cabeza iban de uno a otro, sin parar. La situación ya se me hizo insoportable. Miraba los rostros de mis cuatro vecinos, pero no el mío, que debía ser todo un poema. Arreciaron mis urgencias y un sudor frío me recorrió la espalda. Me dio la sensación que el tiempo se había detenido más allá de la acera y transcurría inmisericorde para los que esperábamos. De pronto, estalló lo inimaginable. Sin saber por qué, la chica apartó los ojos de los de su pareja, el chico se fijó en el de detrás y, sin pensárselo, alzó el maletín para atizarle al de los auriculares. El golpe no llegó a su destino porque me aparté y alcanzó al lisiado en la cabeza. Su gorra voló y un grito descomunal salió de su flexible garganta. Sin control, la silla rodó hacia el centro de la calle, y yo detrás, intentando detenerla. Por suerte, por un auténtico capricho del azar o del destino, el tráfico se detuvo a tiempo. Todos, excepto yo, cruzaron tranquilamente la avenida como si nada hubiera ocurrido, cada cual a su ritmo. Ni siquiera el del carrito se sentía alterado y oí incluso las palabras insulsas de la pareja. Solo yo, con mi orina escapándose por momentos, me quedé paralizado y aturdido.

Al fin crucé y me dirigí al banco, ubicado justo frente al semáforo. Sus cámaras de seguridad, situadas en las esquinas, habían tomado todas las imágenes de mi extraño encuentro y se reproducían dentro, una y otra vez, en una pantalla múltiple. Nadie aparecía en ellas, excepto yo y mi mancha oscura que se extendía pantalones abajo. Tampoco se veía pasar el tropel de vehículos. Me volví hacia el lugar donde había estado unos instantes antes. El semáforo no iluminaba el rojo peatón en espera ni el verde caminando, sino un emoticono amarillo que se carcajeaba.

Por supuesto, no acudí a la cita prevista. Aunque de haberlo hecho hubiera sido inútil, porque se suspendió en el último momento. Los personajes de la novela, entre ellos un minusválido con cierta enfermedad nerviosa, habían decidido escaparse dejando en blanco las páginas de los libros.