Sin
ánimo de mancillar la honorabilidad del ‘molt honorable’ hemos de decir que,
según él mismo certifica, se encuentra en una situación bastante miserable.
Hablamos de la economía de Camps y de cómo el ejercicio de sus altas
responsabilidades públicas, desde sus inicios como conseller hasta su actual
estatus presidencial, le han llevado casi a la ruina. Vamos, que no tiene – por
decirlo en términos coloquiales – donde caerse muerto.
No debemos dudar de la veracidad de su declaración, y hemos de dar por exactos
y precisos – como lo hace la señora De Cospedal – los datos de sus bienes
muebles e inmuebles: las dos cuentas corrientes, una de ellas compartida, con
un saldo total de 2284 euros; el piso del que es titular al 50%, que aporta
otros 55000; un coche de hace 15 años que bien valorado no pasa de los 1500 y
un plan de pensiones de 8300. En total, 67262 euros. ¡Pobre hombre! Tras esa
imagen impoluta de galán engalanado no hay más que una persona que le viene
justo para llegar a fin de mes.
¿Cómo ha podido dilapidar los ingresos de 13 años a razón de 60 000 euros netos
al año, más la cobranza de otros cinco años como concejal del Ayuntamiento de
Valencia? ¿En qué se puede gastar una persona, por muy manirrota que sea, tal
cantidad de dinero? ¿Es que se paga los viajes, las comidas, las invitaciones
protocolarias, los regalos… en fin todo lo que conlleva su ajetreada vida
pública? ¿Pero no se los hacían a él, los regalos, se entiende? Son nada menos
que alrededor de 800 000 euros de ingresos netos, de los que sólo le quedan
unos 70 000.
¿Será que, dada su acreditada vocación religiosa, ha volatilizado su patrimonio
en dádivas caritativas? ¿O será que, según su ejemplar aire de misticismo
vaporoso ha evaporado sus réditos hacia lugares ultramontanos?
En todo caso, mala forma de gestionar su propio patrimonio. Y peor si es el
encargado de gestionar el de todos.
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