Allí, lejos, quedaron los del oriente maldito
ojos rasgados, piel de ceniza, dioses caducos
cuando por fin pude apreciar mi sumiso acomodo
tras la conquista del oeste.
Nunca sospeché cuánto caudal agresivo adobado con piropos
se llega a acumular por un puñado de dólares, o de rublos,
en metálico, cibernéticos, en líquido petrolífero o en benéfico gas
en este mundo occidental occipital tan nuestro.
Una vida de película cuando se apagan las luces,
sentado plácidamente con las espaldas cubiertas,
creyéndome defendido por los siete magníficos,
los treinta, y los que vengan,
para dejar al forajido fuera de la ley.
Sí, ya lo sé, me lo ha dicho un refugiado desencadenado,
o que persigue la vida, cada uno con su destino,
solo ante el peligro o acompañado,
sabiendo que el bueno, el feo y el malo,
el mío, el nuestro, el de ellos,
tiene caras cambiantes, a veces disimuladas
con máscaras carnavaleras.
Pero amanece un día y alguien –hasta que llegó su hora, dicen–
reclama lo que el viento se llevó
y busca con desespero la pólvora y la gloria.
Escondidos al escuchar los tambores de guerra
ven cómo la muerte tenía un precio fijado.
Cuántos huyen perseguidos, con la muerte en los talones,
volviendo la vista atrás para contemplar
el discurso rancio del malvado.
Si no hubiera tanto horror alguien diría
que solo le faltan las palomitas envenenadas.
Sí, puedes asegurarlo, ha vuelto, un nuevo führer
desalmado, aunque vista de comediante.
Enciendan la luz, por favor; ¿no ven que ya se ha borrado el punto límite?
Maldita guerra, malditos bastardos, nunca los perdonaré.
Sin perdón.
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