Por qué sigues
puliendo hierros,
por qué te
empeñas en paréntesis infecundos,
tú, venuseadora
de manos ensartadas
y vellos de
cristal.
Complacías
inusitados
brillos en amaneceres raudos,
diosa de
algodón, codorniz silvestre, pértiga lazada.
Me hablaste desde
tu profunda oquedad,
húmeda
hojarasca,
y te seguí,
ciego, bebiendo tu rastro, vapores pálidos,
olor a dulce
canela, agüita fresca y verde limón,
lenguas
desatadas,
un día de tibio
sol y argentina zambra.
Te seguí hasta los
curvos límites
sin poseer la
llave del jardín incierto;
hasta donde
habita el búho negro
complaciente en
su mentira, y tú
me diste canela
en rama, agüita fresca y verde limón.
Tu escandalosa
presencia alejó a los advenedizos fatuos,
siempre
agazapados, grises,
dispuestos a
forzar las puertas atrancadas,
quedamos solos,
tú y yo, desnudos,
en el estéril
piélago de hinchadas olas
para deshacerme
en la dolorosa trama.
…
Todo
acabó. Y sigues aún puliendo hierros…
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