De Cosecha de invierno (próxima publicación de Urania ediciones)
Detrás de la barra del bar
Antonio espera, como hace todas las noches desde que comenzaron los fríos, que
aparezca por la puerta la mujer. En el bar, a esas horas poco antes de echar el
cierre, no hay nadie más. Eso es ahora, porque unos años atrás la gente se
arremolinaba tomando después de cenar su café o su copita, y se charlaba y se
consumía. Él lo achaca, no sin razón, a la crisis.
La mujer, invariablemente, entra
sin apenas hacer ruido, vestida con un largo abrigo negro, su bolso colgado en
el brazo y un ramito de jazmín apretado entre las manos. Es rubia, o castaña
clara, y en su perfil de ojos tristes resalta el rojo de sus labios. Siempre se
sienta en la misma mesa, en el rincón, la cara vuelta hacia la noche, y toma
unas yerbas con su copita de anís.
Antonio, aunque quiere disimularlo, se está poniendo nervioso, pues
la mujer no aparece. Mientras seca vasos
ya limpios y ordena cubiertos bien dispuestos, porque no tiene nada más que
hacer, mira de tanto en tanto los vidrios negros de la puerta. Después,
comienza a apagar algunas luces, las del fondo, mientras deja aún encendidas
las de fuera y las de la barra, no sea que esté ahí y crea que ya no es hora.
Ya ha apagado las dos estufas de
butano y Antonio está perdiendo la esperanza. Se dispone a colocar las sillas
de skay sobre las mesas, para resguardarlas del polvo y evitar, si acaso, que
algún gato de los que deambulan por el bar se arremoline en ellas. Se acerca a
la puerta y, haciendo pantalla, mira la calle, oscura, solitaria, por si la ve.
Desiste. Es hora de cerrar y
marcharse a casa, también vacía. Desde la acera de enfrente aún observa, antes
de colarse por la boca del metro, su humilde bar, con su letrero borroso y su
futuro incierto. Hoy, ni la mujer ha venido.
En el metro sí hay bullicio, y se
está caliente. Aún no es muy tarde y la gente viene y va. “Cada mochuelo, a su
olivo”, piensa Antonio. Pero en el suyo, con su soltería, solo vive él, un
olivo de hojas secas. Ya ha entrado en el vagón y se ha sentado en el último asiento.
Aquí el silencio solo lo rompe el monótono traqueteo. Nadie mira a nadie, no
hay saludos ni sonrisas, aunque sean de cumplido.
Antonio, sí: observa con cierto
descaro a los que comparten viaje. Casi
todos los asientos ocupados, personas con la vista puesta en las manos
entrelazadas, en el paso incesante de luces por la ventanilla o leyendo un
pequeño libro de bolsillo. También hay un ciego, con su bastón blanco. Va
pasando de uno a otro creyendo ver sus vidas en sus caras, como la suya,
arrugada a fuerza de soledades.
De perfil, en el otro extremo, descubre a la mujer, su
pelo claro, su boca grana, su abrigo negro, su ramo de jazmín entre las manos.
Casi le da un vuelco el corazón y está a punto de ir hacia ella y preguntarle
por qué no ha venido, si está enferma o si le ha pasado algo, cuando, en su lunática ensoñación, le surge la duda primero y tiene la certeza después de que nunca ha retirado de su mesa el
servicio que tomaba, su taza de hierbas y su copita de anís.
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