lunes, 15 de octubre de 2012

LA MUJER


De Cosecha de invierno (próxima publicación de Urania ediciones)


Detrás de la barra del bar Antonio espera, como hace todas las noches desde que comenzaron los fríos, que aparezca por la puerta la mujer. En el bar, a esas horas poco antes de echar el cierre, no hay nadie más. Eso es ahora, porque unos años atrás la gente se arremolinaba tomando después de cenar su café o su copita, y se charlaba y se consumía. Él lo achaca, no sin razón, a la crisis.

La mujer, invariablemente, entra sin apenas hacer ruido, vestida con un largo abrigo negro, su bolso colgado en el brazo y un ramito de jazmín apretado entre las manos. Es rubia, o castaña clara, y en su perfil de ojos tristes resalta el rojo de sus labios. Siempre se sienta en la misma mesa, en el rincón, la cara vuelta hacia la noche, y toma unas yerbas con su copita de anís.

Antonio, aunque quiere  disimularlo, se está poniendo nervioso, pues la mujer no aparece. Mientras seca vasos ya limpios y ordena cubiertos bien dispuestos, porque no tiene nada más que hacer, mira de tanto en tanto los vidrios negros de la puerta. Después, comienza a apagar algunas luces, las del fondo, mientras deja aún encendidas las de fuera y las de la barra, no sea que esté ahí y crea que ya no es hora.

Ya ha apagado las dos estufas de butano y Antonio está perdiendo la esperanza. Se dispone a colocar las sillas de skay sobre las mesas, para resguardarlas del polvo y evitar, si acaso, que algún gato de los que deambulan por el bar se arremoline en ellas. Se acerca a la puerta y, haciendo pantalla, mira la calle, oscura, solitaria, por si la ve.

Desiste. Es hora de cerrar y marcharse a casa, también vacía. Desde la acera de enfrente aún observa, antes de colarse por la boca del metro, su humilde bar, con su letrero borroso y su futuro incierto. Hoy, ni la mujer ha venido.

En el metro sí hay bullicio, y se está caliente. Aún no es muy tarde y la gente viene y va. “Cada mochuelo, a su olivo”, piensa Antonio. Pero en el suyo, con su soltería, solo vive él, un olivo de hojas secas. Ya ha entrado en el vagón y se ha sentado en el último asiento. Aquí el silencio solo lo rompe el monótono traqueteo. Nadie mira a nadie, no hay saludos ni sonrisas, aunque sean de cumplido.

Antonio, sí: observa con cierto descaro a los que comparten viaje.  Casi todos los asientos ocupados, personas con la vista puesta en las manos entrelazadas, en el paso incesante de luces por la ventanilla o leyendo un pequeño libro de bolsillo. También hay un ciego, con su bastón blanco. Va pasando de uno a otro creyendo ver sus vidas en sus caras, como la suya, arrugada a fuerza de soledades.


De perfil, en el otro extremo, descubre a la mujer, su pelo claro, su boca grana, su abrigo negro, su ramo de jazmín entre las manos. Casi le da un vuelco el corazón y está a punto de ir hacia ella y preguntarle por qué no ha venido, si está enferma o si le ha pasado algo, cuando, en su lunática ensoñación, le surge la duda primero y tiene la certeza después de que nunca ha retirado de su mesa el servicio que tomaba, su taza de hierbas y su copita de anís.



No hay comentarios:

Publicar un comentario