domingo, 30 de noviembre de 2008

OLVIDO HISTÓRICO, MEMORIA MILITANTE

Examen de conciencia, dolor de los pecados, propósito de la enmienda, decir los pecados al confesor y cumplir la penitencia.

Éstas son las partes del sacramento de la confesión que recitábamos de carrerilla cuando a los ocho años nos preguntaban el Catecismo Ripalda, materia obligadísima que aprendíamos en perfecto castellano. Tenía, efectivamente, una virtud: nos permitió desarrollar tempranamente la memoria, para después utilizarla en el aprendizaje de otras materias, desde la lista de ríos de África hasta las Coplas de Jorge Manrique.

La Iglesia Católica, por aquel entonces en perfecta simbiosis con el Estado, tenía puesta en esta capacidad intelectual una gran consideración: el sacramento de la confesión, escenificación de la dialéctica pecado – redención, se constituye en pieza fundamental del andamiaje del creyente, y para ello es condición primera hacer memoria, examinar y tomar conciencia de la conducta. No puede haber redención con olvido, pues es necesario rememorar íntimamente primero y públicamente después los actos reprobables para solicitar la absolución.

Pasa además, como en todas las religiones, que el buen creyente debe saber recitar de memoria los contenidos esenciales de la doctrina, instrumento de transmisión de la fe. Por ello decimos que la Iglesia Católica tiene una apuesta importante con la memoria individual y colectiva.

Sin embargo, cuando se toca el tema de lo que se viene llamando 'memoria histórica', lo que quiere la jerarquía eclesiástica poner en valor es, contrariamente, el olvido. El señor Rouco lo ha dicho bien claro: quiere que nos olvidemos de las atrocidades que se perpetraron, en parte en connivencia con su iglesia, para lograr una “sana purificación de la memoria”. Sustenta que para reconciliarse con la memoria hay que olvidar, pues así se evita la rencilla y el rencor.

Señor mío, está usted muy equivocado, o tiene mala memoria. Siguiendo precisamente su estrategia sacramental, para alcanzar el perdón y con él la gracia no hay que olvidar, sino todo lo contrario: debemos poner sobre la mesa, sin rencor, la verdad, pues ésta nos librará de las ataduras del pasado. Después podremos sana y colectivamente 'olvidar'.

El olvido, señor Rouco, es una planta que florece junto a las tumbas, dice el dicho. Pero el olvido ni borra el acontecimiento, ni lava el imaginario.

Estamos por la memoria. No la memoria pasiva, nostálgica, que, como dice Feinmann, se agota en el hecho que recuerda, que anula el presente en la exaltación de un pasado irrecuperable, sino la memoria activa y creadora, que busca la esencia movilizadora del pasado en un compromiso con el presente.

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