A la
complejidad que caracteriza nuestras sociedades postindustriales se une un
desmesurado afán racionalizador de los comportamientos individuales y
colectivos, de las relaciones afectivas, las laborales, las académicas e
institucionales, las públicas y las privadas. Y esta racionalización se
materializa en la nominalización de las conductas y estados psicosomáticos y en
el análisis de sus causas, sus manifestaciones y sus efectos. Nada se escapa a
esa necesidad escrutadora que necesita poner nombre y apellidos a todos
nuestros actos, sueños y sentimientos.
Así, han surgido multitud de principios, leyes, postulados y síndromes que pretenden
explicarlo todo. Sabemos de principios morales, éticos, tributarios,
administrativos, procesales y organizativos, entre otros, para normar nuestras
relaciones vitales. Nos hablan de leyes, como la de Tylczak, la de Chishom o la
de Pudder que tratan de aleccionarnos sobre ciertos comportamientos. Y cada día
aparecen nuevos síndromes, desde la medicina, la psicología y la psiquiatría,
para definir estados y actitudes personales: el de Estocolmo, el de Vietnam, el
postvacacional, el premagdalenero o, incluso, el síndrome del que no tiene
ninguno, que ya es decir.
Aún con todo este bagaje de recursos cognitivos, se nos hace difícil
racionalizar lo que pasa en el Ayuntamiento de Castellón, ciertos
comportamientos individuales y algunas formas relacionales con que se mueven
sus estructuras. Y así, hemos dado con un principio, una ley y un síndrome que
nos lo puede aclarar:
El principio de Peter, según el cual, en una jerarquía todo empleado tiende a
ascender hasta su nivel de incompetencia. No vemos otra explicación cuando
observamos cómo se manifiestan algunas de las personas en cuyas manos se mueven
los intereses de todos los ciudadanos, de dónde han salido y cuál ha sido su
meteórica carrera.
La pesimista ley de Murphy, que postula que si algo puede salir mal, saldrá
mal. Ésta explicaría los continuos reveses jurídicos a los que está sometida la
actividad municipal... y los que se esperan.
Y el síndrome de Münchausen, enfermedad psiquiátrica que se caracteriza por
inventarse y fingir dolencias que llevan al individuo a estar continuamente
quejándose, para ser tratado como enfermo. Tal síndrome daría nombre a ese
patológico estado de nuestros gobernantes locales cuyo único afán es quejarse
del gobierno de Madrid, cual mal de Almansa. Las quejan arrecian según la
conveniencia del imaginario enfermo, como el reciente recurso sobre la variante
de la N-340 en vísperas de las fiestas magdaleneras.
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