Busqué
el costado rígido
en
la elocuente sensación
de
tu hermosura
rematada
por esa palabra sobria
que
impone su austeridad
en
el límite del signo.
Bajo
el epígrafe impoluto
de
la subjetividad hecha carne
nada
se resistió
nada
quedó en su sitio
nada
justificó el empeño.
Después,
la escarcha hizo el resto.
Ánimos
fríos, arrogancias perezosas,
levaduras
de tilos y mostazas, vacío.
La
tarde volvió a citar a los ausentes.
A
las siete y diez cada uno
tomó
el sentido de su aguja
y
nos perdimos.
El reloj ya no volverá a marcar
las
cuatro y veinte.
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