Apenas por la esquina inferior
de la ventana entreabierta
se cuela el fétido olor de la palabra
pisoteada.
No importa el paisaje de hojas trémulas
bailando al son de un viento otoñal.
No importa la luz que habita, sosiega y
funde
la mesa, el lector y el libro entre sus
manos.
No importa el largo silencio apenas roto
por murmullos que pasan de puntillas.
Solo el olor, el mal olor
conecta pituitaria y cerebro para
enloquecerlo
con su pérfida retórica contaminada.
Para sobrevivir hay que taparse las
narices,
ahogarse en el propio mar
en el que gimen burbujas de convicciones
viejas,
exhalar el último aliento antes de
encerrarse
tras el muro límite de mi piel reseca.
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