A veces me pica la curiosidad y me gusta indagar sobre lo que puede esconderse en el alma
desalmada de esos personajes que llenan las pantallas de los telediarios,
juicio va, detención viene, registro, imputación (ahora investigación),
declaración, libertad desconfiada con fianza…, que desde altos puestos y cargos de
responsabilidad institucional se han dedicado con fruición a amasar fortunas
con el dinero de otros, a gastar lo indescriptible, a vaciar arcas públicas, a
cumular propiedades que difícilmente podrán disfrutar… Qué instintos mueven sus
conciencias, con qué resortes psicológicos actúan. Me he preguntado si por
detrás de cada individuo, con sus antecedentes, sus circunstancias personales,
su trayectoria vital, eso que nos hace ser como somos, puede haber algún
patrón, algunos rasgos comunes que permitan delimitar cuánto tienen de
compulsión, narcisismo, histrionismo o paranoia, para objetivar y comprender
mejor esta tipología de la personalidad y evitar la visceral repugnancia que
vicie el argumentario.
Es una pregunta que salta con frecuencia
en conversaciones con amigos, por aquello de contrastar opiniones. Y en ellas
surgen, consensuados, sus cuatro rasgos definitorios y definitivos: uno, la
amoralidad, la indecencia, o sea, la falta absoluta de una educación ética que
ponga los valores en su sitio, que los jerarquice y que excluya los nocivos;
otro, la pulsión erótica que ejerce el poder, lo que actúa en el hipotálamo del
poderoso que, por el hecho de serlo, se cree ungido por una gracia especial que
le hacer estar por encima del resto de los mortales, de sus normas, de sus
leyes, las cuales solo están para utilizarlas en el propio beneficio. Un tercer
rasgo, ligado al anterior, sería la dependencia que se crea en él, pues,
actuando como droga nociva, genera en el organismo sustancias, impulsos y
mecanismos que no pueden dejar de producirse, autónomos. Y, por último, un
instinto tan viejo, generalizado y bíblico como la avaricia, el deseo
desorbitado de acumular, de poseer –la philarguria
de Casiano−, la codicia. La gula, como ansia de poseer ingiriendo, no es más
que una variedad de avaricia. La gula, cómo no. ¿Gastar en comidas (y bebidas)
millonarias, o comer pantagruélicamente como si fuera la última comida, la
última cena? Quizá lo primero es más propio de los Rato y compañía. Lo segundo
se da más en la clase llana, que tampoco se libra de estos modales incívicos.
Glotonear, acaparar, comer hasta reventar, va de suyo si es gratis.
Sí, es un problema nacional, no sé si
universal. Lo he comprobado hace bien poco en nuestro último viaje del Imserso,
a Matalascañas, ciudad fantasma en invierno, dicho sea de paso. En el clásico
autoservicio en el restaurante del hotel, un cuatro estrellas, todos, me
incluyo, comemos bastante más de lo necesario, solo por el hecho de tenerlo
pagado (a precio de risa). Es lo común. No lo es, y esto sí viene al caso,
cuando vemos a una señora –jubilada, sesentona, regordeta, de mirada aviesa y
movimientos de lince− sentada frente a su marido –mirada gacha, ¿avergonzada?−,
engullir en menos de diez minutos cinco platos colmados y variados (ensaladas,
arroces, pollo, guisado, pescado, patatas…) y jalarse ella solita una botella
de vino tinto. Todo ello con los correspondientes paseos de ida y vuelta entre
las mesas a las bandejas del self-service. También tuvo sitio para postres: un
cuenco a rebosar de natillas, dos plátanos y un yogur. Y al bolso, por si acaso
luego le entrara el hambre, se metió disimuladamente dos yogures más y otro plátano.
Dicen que la avaricia rompe el saco; no lo creo, que
ahora los hacen elásticos y muy resistentes. Pero seguro que magulla el
estómago.
No hay comentarios:
Publicar un comentario