Esa noche, contemplando una vez
más el cielo estrellado en su particular observatorio, sintió una punzada en el
estómago. Estaba recostado en el diván de la azotea de su casa, en Taregna,
donde había nacido y pasado la mitad de su vida dedicada al estudio del
firmamento, a los cálculos matemáticos y a la geometría. Él, a sus 52 años, era
un hombre afamado, admirado por los poderosos, quienes le consultaban por sus
explicaciones sobre los sobrecogedores eclipses, por su gran sabiduría y
ponderación. Es más, quien más quien menos dedicaba horas de sueño a desentrañar
la ciencia encerrada en los libros de este sabio, Aryabatha, que seguía
aferrado a la tradición védica utilizando las letras del alfabeto para sus
anotaciones numéricas.
Volvió una segunda punzada, que
le hizo sopesar una extraña coincidencia. Según su particular calendario, era
la noche del 19 de junio, o sea, que habían pasado 200 días de aquel año tan
especial, el 528 de la era común, y con su largo catalejo de 160 angulas había
contado 119 puntos luminosos que se destacaban en la negrura celeste.
¡Era increíble! Su mente
matemática le condujo por una serie de cálculos absurdos, multiplicando el
número de estrellas contadas esa noche por el año en curso, por una parte, y la
longitud del catalejo por los días transcurridos en ese año por otra. Las dos
cantidades se le aparecieron como flases al cerrar los ojos una y otra vez:
62832 y 20000.
Únicamente un impulso del más allá podía haber reunido
aquellos disparatados datos, pero así era: solo tenía que relacionar las dos
cantidades mediante una simple división para obtener los cinco dígitos que le
habían dado ese día del incipiente verano la mayor de sus satisfacciones, el
3,1416 que todos los matemáticos andaban buscando.
No hay comentarios:
Publicar un comentario